Asimismo, los siete planetas de la tradición clásica, también conocidos como «astros errantes» (del griego planetes, «vagabundo»), esto es, el Sol, la Luna, Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno, tenían asignada la misión de gobernar el mundo terrenal en virtud de los poderes recibidos de las divinidades astrales.
Como es sabido, cada uno protegía un día de la semana, cuya asociación etimológica en español no admite ninguna duda, salvo para el caso del antiguo Dies Solis romano, ya que al identificarse el Sol con Cristo como la luz del mundo, pasó a designar el Dominus Dei o domingo. Las divinidades planetarias que dan nombre a nuestros días de la semana pertenecían al panteón romano, aunque la Luna (la Selene griega) compartía protagonismo con otras diosas femeninas como la egipcia Isis, las griegas Hécate o Artemisa, o la propia Diana.
Dentro del contexto cristiano, la Iglesia acabó por identificar a la Luna con la Virgen y, en especial, con el mito de la Inmaculada Concepción, cuya representación plástica incluía una media luna bajo sus pies, lo que hacía referencia al matrimonio místico entre la Luna (María) y el Sol (Cristo).
Así como la Luna representaba lo femenino y las funciones fisiológicas, debido a su íntima asociación con los períodos de fertilidad de la mujer y la gestación del feto en el útero materno, el Sol representaba lo masculino, asociado con el pensamiento racional y el amor por el conocimiento.
En cuanto a los cinco planetas restantes, Júpiter y Venus eran considerados benignos; Marte y Saturno, nefastos; y Mercurio, neutro.
Desde el punto de vista astrológico, se concedía una especial trascendencia a las llamadas conjunciones planetarias (o encuentros de dos o más planetas en una misma casa celeste). Así, la coincidencia de los planetas mayores (Marte, Júpiter y Saturno) era considerada como signo de grandes cambios en el orden natural, religioso y social.
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