Las estrellas y los hombres

Aunque actualmente tendemos a identificarla con una técnica adivinatoria más, no hay que olvidar que la astrología nació como una forma de conocimiento que pretendía dar una explicación unitaria de todo lo existente. En ese sentido, venía a representar la ciencia de lo universal, desde el movimiento de los vientos y las mareas, la formación de los minerales o la vida de las plantas y los animales, hasta la actividad de la mente humana, determinante tanto de las emociones como de la conducta.
La idea en la que se basaba dicho conocimiento era la supuesta analogía o correspondencia entre el cielo y la tierra. Según la famosa fórmula contenida en la Tabla esmeraldina, atribuida al legendario filósofo y alquimista egipcio Hermes Trismegisto, «lo que está arriba es como lo que está abajo y lo que está abajo es como lo que está arriba». De ese modo, el cielo se convertía en un libro abierto, y los astros que lo habitaban en signos o señales que reflejaban el mundo terrestre.
La creencia astrológica en la «simpatía universal», entendida como el vínculo armónico entre las diferentes partes del cosmos, llevó a identificar a las estrellas con arquetipos (modelos) de todo lo creado. Estos cuerpos celestes contendrían las características genéricas de las variadas especies del mundo natural, de manera que de su observación detallada podría derivarse una sabiduría aplicable no sólo a los fenómenos exteriores, sino también a la psicología de cada individuo.
La astrología daba sentido, así, tanto al universo (macrocosmos) como al hombre (microcosmos), imagen y espejo de aquél, pues cada ser humano era concebido como un pequeño mundo que en sí mismo compendiaba el equilibrio de la Creación, incluso desde el punto de vista anatómico. Según dicho presupuesto, no es de extrañar que Flavio Mitrídate, astrólogo del duque Federico de Montefeltro, definiera la astrología como «la ciencia divina que hace felices a los hombres y les enseña a parecer dioses entre los mortales».
Todo ese idealismo optimista, la ilusión de poder gobernar el ancho mundo en sintonía con la voluntad divina mediante el estudio del firmamento, entrañaba, no obstante, una contradicción que a lo largo del Renacimiento pusieron de manifiesto una y otra vez los pensadores humanistas. Si la personalidad dependía de la posición de los astros en el momento de nacer, si los actos humanos estaban condicionados por las influencias celestes, ¿hasta qué punto podía hablarse de libre albedrío? ¿A qué quedaban reducidas la dignidad y la capacidad de decisión del individuo.

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