Escrito en los astros

Una de las dificultades esenciales de la nueva cultura renacentista radicaba precisamente en dicha paradoja: la ciencia no puede ser válida sin una naturaleza regida por leyes férreas, pero si existen leyes naturales universales y necesarias, ¿cómo es posible una actividad humana libre y creadora? Si todo está escrito ya en el cielo, ¿qué sentido puede tener la obra del hombre?

La Iglesia católica trató de solucionar el dilema afirmando que sólo el cuerpo se encontraba sometido a la influencia del hado y los fenómenos celestes, mientras que el ama poseía plena libertad de acción. Pero esta dicotomía artificial entre el espíritu y la materia dejaba el problema abierto.

Otro intento de resolver la cuestión fue establecer una distinción entre causas y señales. Según eso, una cosa sería defender que los astros deciden de antemano lo que va a suceder, algo inaceptable desde el punto de vista teológico, y otra, que simplemente se limitan a indicar o señalar lo que ocurre, sin influir en el curso de los acontecimientos. ¿Acaso no estaba escrito en el Génesis (1,14) que Dios había dicho: «Haya en el firmamento de los cielos lumbreras para separar el día de la noche, y para servir de señales a las fies­tas, los días y los años»? Esta segunda interpretación, sin embargo, seguía sin aclarar nada pues, si pasado, presente y futuro formaban en el plano divino un único instante, todo el porvenir estaba escrito en los astros pa­ra quien supiera leerlo.

Durante muchos siglos no existió una auténtica frontera entre la astronomía y la astrología tal y como la entendemos hoy, pese a los variados intentos por separar los terrenos de la ciencia y de la infame superstición. Prueba de ello es que los considerados tres padres de la astronomía moderna, esto es, Nicolás Copérnico. Tycho Brahe y Johannes Kepler, defensores incansables del sistema heliocéntrico frente a las doctrinas ptolemaicas que situaban la tierra en el centro del universo, siguieron creyendo firmemente en la astrología. Esto significa que los tres confiaban en la posibilidad de hacer predicciones, ya fuera mediante la realización de horoscopos o la observación de las conjunciones planetarias. El propio Kepler, en una carta escrita a su amigo David Fabricio en 1602, afirmaba sin rodeos: «Le ruego que tome en serio lo que le escribí acerca de la astrología. Si no recuerdo mal, demostré mediante consideraciones de principio y con ejemplos que no la rechazo totalmente […] ya que la astrología es de un provecho directo y mucho mayor para la humanidad». Dos años después demostraba sus convicciones al respecto en un famoso informe sobre las semejanzas de los horoscopos pertenecientes a dos líderes religiosos en principio tan incompatibles como Mahoma y Lutero.

El término horoscopo del griego oro («hora») y skopeo («observo») se aplicó al estudio y predicción de la vida de un determinado individuo, basados en la posición de los astros en el momento de su nacimiento. Durante mucho tiempo, tan sólo se elaboraron horoscopos de personajes importantes como reyes o nobles. Estas cartas natalicias eran vistas como una suerte de «mapas del destino» que debían servir para afrontar lo mejor posible el porvenir mediante la adopción de pautas de comportamiento y la toma de decisiones personales dentro del margen de libertad dejado por la fortuna.

Para el cálculo correcto de un determinado horoscopo, los astrólogos debían identificar las doce «casas» de la bóveda celeste, ocupadas por una serie de elementos fundamentales: el signo zodiacal, el ascendente (es decir, la constelación que aparece en el horizonte en el momento del nacimiento) y los llamados «aspectos» (situaciones relativas de dos astros, como el trígono, la cuadratura o el séxtil, entre otros), ya fueran favorables o nefastos. Así, por ejemplo, el horoscopo que de Enrique VII de Inglaterra (nacido en 1457) trazó William Parrón se dividía en doce casas, cada una de las cuales se correspondía con una dimensión de la vida del rey: su personalidad y apariencia física (casa I), su situación económica (II), estudios (III), relaciones familiares (IV), amor e hijos (V), trabajo y achaques cotidianos (VI), relaciones de pareja (VII), muerte y herencia (VIII), viajes y filosofía (IX), éxito en sus empre­sas (X), amistades y alianzas (XI) y, por último, enemigos y enfermedades graves (XII). Dicho esquema de doce casas o subdivisiones, conocido como dodecatopos y leído en el sentido contrario de las agujas del reloj, no era el único modelo utilizado (otro, también vigente, fue el octopos, que seguía el sentido de las agujas del reloj), pero sí el más difundido durante el Renacimiento por tener su origen en época helenística.
Para poder realizar no sólo horoscopos (predicciones individuales), sino también pronósticos (previsiones de carácter más general que anunciaban sucesos excepcionales como epidemias, guerras u otras calamidades) había que conocer en profundidad los doce signos del zodíaco y los siete planetas. Desde la perspectiva de los hombres del Renacimiento, ambos constituían el alfabeto por excelencia del gran libro de la naturaleza

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