El favor de la iglesia

Al margen de las conjunciones planetarias, otros fenómenos de carácter extraordinario como los cometas, los eclipses o los meteoritos (más conocidos como estrellas fugaces) suscitaron gran estupor por su apariencia prodigiosa. Dichas manifestaciones, interpretadas como señales inequívocas enviadas por el cielo, fueron plenamente aceptadas por la Iglesia. En realidad, la astrología en general gozó de tal crédito en el mundo cristiano que, a diferencia de otras ciencias ocultas, nunca llegó a ser condenada de manera categórica.

En 1586 el papa Sixto V promulgó la bula Coeli et terrae, en la que se limitaba a distinguir una astrología «falsa», la que negaba el libre albedrío, de otra «verdadera», la que podía influir en el mundo natural y, en consecuencia, en la agricultura, la medicina, la navegación o incluso en las tendencias del individuo, pero nunca en sus decisiones.

La fe en los astros estaba tan arraigada que fueron numerosos los intelectuales cristianos dispuestos a empuñar la pluma contra los ataques de quienes se atrevían a juzgarla como un simple engaño. Así por ejemplo, en 1538, el médico y teólogo valenciano Miguel Servet publicó en París su Discrepado pro astrología, contando con el apoyo de Juan Tiebault, médico y astrólogo del rey Francisco I de Francia, que anteriormente lo había sido de Carlos Y Las palabras dedicadas a «la buena astrología», incluidas por el teólogo Gaspar Navarro en su tratado sobre la superstición (1631), no pueden ser más elocuentes: «Esta Astrología es ciencia verdadera y natural, como la Filosofía y Medicina, y aunque muchas vezes los astrólogos yerren, no es maravilla, porque […] trata de cosas muy altas».

Tan altas que el nacimiento y la muerte de Jesucristo se hicieron corresponder con dos señales celestes inconfundibles: en primer lugar, el cometa visto por los Reyes Magos e interpretado como el anuncio de una nueva religión; y, en segundo lugar, el eclipse solar de tres horas que sumió a Palestina en las tinieblas tras la crucifixión de Jesús. Todavía en el Renacimiento y durante buena parte del siglo XVII, tanto cometas como eclipses siguieron considerándose signos enviados por Dios para prevenir al hombre de las consecuencias de sus pecados. Del mismo modo, la concepción del universo siguió descansando en una imagen circular y jerárquica según la cual la tierra se hallaba rodeada de diez esferas o cielos que la separaban del Empíreo, habitado por Dios, con sus ángeles y bienaventurados. Según esta concepción, el Cielo Empíreo (que significa «inflamado» o lleno de luz) carecía de estrellas e incluso de materia sujeta a movimiento, en tanto que ámbito divino. Los tres cielos que lo rodeaban (décimo, noveno y octavo) constituían los móviles del resto. A continuación, los siete planetas ocupaban los siete cielos subsiguientes, siendo el último la Luna, por su cercanía a la tierra.

Dicho esquema lograba integrar las antiguas creencias paganas de origen mesopotámico con la idea de la Providencia cristiana, hasta el punto de que para Marsilio Fiemo, uno de los máximos representantes del Renacimiento florentino, la revelación divina no podía entenderse sin la astrología, y viceversa. Prueba de ello es que, según el filósofo, los ángeles, lejos de circunscribirse al Empíreo, eran quienes movían los planetas, además de implicarse en muchos otros fenómenos en apariencia naturales. Y así Ficino llegó a escribir: «En el momento de la muerte de Cristo, un ángel, en forma de Luna, ocupó el lugar del Sol, en contra de los poderes de la naturaleza, y transformó el mediodía en noche. Cuando Jesús nació, el mismo ángel, en forma de cometa, transformó la noche en día».

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